jueves, 25 de julio de 2013

A wonderful surprise! = Una sorpresa maravillosa

     Pensé que era una mañana como todas, pero no ha sido así. Caminaba por el pasillo de entrada al edificio cuando de pronto al lado del ascensor ví a los dos empleados japoneses que limpian el edificio, un hombre y una mujer  mayores a quienes les calculo mas de sesenta y cinco años. Como siempre discutían por algo intrascendente. A veces discuten por quién es el que barre o quién es el que trapea, o por si tienen que usar el trapeador o la aspiradora, o cosas por el estilo. Esto ocurre todos los miércoles, y cada vez que paso cerca de ellos me sonrío de oír a la señora que, sin sulfurarse, quiere convencerlo de algo. Me dan la impresión de que son esposos, pero creo que no lo son. Esta mañana no fue la excepción. Los ví al pasar, y para sacarlos de su rencilla, saludé a la señora que es la que mejor escucha. Ella volteó inmediatamente, y con una amplia sonrisa que iluminaba su rostro, me reconoció y me respondió efusivamente: “!Ara! ¡Ohisashiburi! ¡Ohayo gozaimasu!” (¡Cuánto tiempo! ¡Buenos días!). “!Pensé que que se había ido a su país!”-agregó. “Estaba de viaje”-le respondí saliendo de mi sorpresa. No pensaba que se hubiese dado cuenta porque casi nunca hablamos. “Su país es Chile, el del terremoto, ¿no?”-añadió. “No, es Perú”-le contesté. “!Oh! ¡Qué bueno que volvió sin novedad!”-siguió diciendo afablemente. “!Arigato!”-le dije, y subí al ascensor.

     Esa manera de preguntarme, esa alegría que ví en sus ojos, ese cariño desinteresado de alguien en quien uno nunca piensa cuando sale de viaje o cuando está concentrado en el trabajo cotidiano me conmovió profundamente, y decidí darle un pequeño recuerdo de mi país. Ya en la oficina abrí un cajón y tomé un “souvenir”, y sin pérdida de tiempo, bajé de nuevo al primer piso con la esperanza de que aún esté por ahí. Al salir del ascensor ya no los ví en el lugar en el que discutían acerca de cómo colocar las bolsas que llevaban en el carrito que el empleado-quien parece ser el más terco-se disponía a transportar. Llegué tarde –pensé- pero de pronto, oí un ruido en el otro estrecho pasillo de al lado, y ahí estaba la señora arreglando unas bolsas de plástico. Me acerqué y le dije: “Señora, tome esto, es un recuerdo de mi país”. Ella se sacó los guantes blancos de trabajo y lo tomó en sus manos. Lo miró, me miró y me dijo incrédulamente: “Es para mí?”. “Sí. Gracias por darse cuenta de que no estaba en la oficina”-le dije. “!Por supuesto que me dí cuenta! ¡No la he visto por varias semanas!”-dijo afablemente. “!Qué lindo es!”-agregó contemplándo el recuerdo. “Qué es?”-añadió señalando la figura que estaba moldeada en el pequeño platito de bronce. “Es una llama, un animal típico de mi país”-le respondí. Ella lo observaba fijamente y lo tomaba con delicadeza entre sus manos como si temiese romperlo.
     
     En verdad, aunque todos mis amigos y colegas reciben contentos los pequeños recuerdos que les traigo, nunca nadie hasta ahora había expresado su agradecimiento de esa manera y mostrado tanto interés ante un recuerdo. “Tiene detrás un imán, póngalo donde haya algo de hierro” -le dije señalándole un estante de metal. “!Ah, ya!” -dijo con voz que sentí algo trémula. Luego de entregarle el regalito me dirigí de nuevo al ascensor, pero ella me siguió y con la mano detuvo el ascensor, y por último, se puso entre las puertas del ascensor para que éste no se cerrara. Allí me dijo: “Es el regalo más preciado y hermoso que he recibido”. Seguía agradeciéndome y no dejaba de apretar el ascensor para que no me fuera. Con ojos emocionados y que se notaban vidriosos seguía allí y yo no sabía qué hacer. Logré contener las lágrimas que amenazaban con salirse y despidiéndome con una sonrisa apreté el botón del ascensor. La verdad, esa escena me conmovió muchísimo y aún ahora la evoco. Parece mentira pero las personas humildes son las que nos dan este tipo de alegrías, este tipo de emociones que nos hacen sentir que estamos vivos, que somos útiles, que los seres que a veces ni tomamos en cuenta son aquellos que tienen mucho o tanto amor como aquellos que consideramos nuestros amigos. Aún ahora que escribo esto se me estruja el corazón al recordar este episodio.

     A veces no sé qué me causa más alegría: dar o recibir. Quizás, dar es mucho más hermoso que recibir, o por lo menos yo asi lo siento. Aunque -como me dijo un psicólogo inglés que conocí en Brasil- tampoco es bueno acostumbrarse solo a dar. En este caso, yo di y siento que recibí algo invalorable, hermoso, puro, trascendente…todo eso reflejado en esas cálidas palabras y esa mirada tierna de una persona que hasta hoy veía como un ser lejano o como parte del paisaje del lugar donde me desenvuelvo. Y creo que la sorpresa matinal no fue para ella si no para mí. No hay duda de que las cosas simples y sencillas son aquellas que nos dan las mayores alegrías. ¡Una palabra de afecto es el mejor regalo que podemos recibir! Gracias Dios porque me haces instrumento de tu amor y de tu paz en estas tierras. ¡Qué empiecen siempre el día con optimismo!
(Esta historia continuará)...

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